Cuando compre el libro, creía que era una historia real. Y me hubiera gustado que así hubiera sido.
Cito: “Serás obligada a llevar una insignia. Llevaras a tu pequeña, vestida de rojo, con su pelo rizado meciéndose sobre sus hombros y atado con un lazo, a la fiesta de cumpleaños de otro niño. Cuando te quites el abrigo para entrar en una casa de gentiles, tu insignia colgará en el armario con la prenda. Después, con tu hija en brazos, volverás a la puerta. Sabes que la niña del cumpleaños no tiene mala intención, no es más que una niña.
Pero no serás capaz de evitar que tu cara se congestione cuando exclama: << ¿Dónde está la estrella de ella? ¿Dónde está su estrella amarilla? ¡La vi llevándola ayer! ¡Tiene que llevarla, todos los judíos tienen que llevar la estrella! ¡Mamá, haz que se la ponga! >>.
Cambiaras el reloj de tu difunto padre, y los anillos de tu madre muerta por una corteza de pan, por unas cuantas chirivías, por una patata. Para hacer esto, te aventuraras en las oscuras y apestosas calles que te aterrorizaban antes de que se convirtieran en parte del gueto, y que todavía te dan miedo. Tendrás que vértelas con hombres con quien nunca habrías hablado antes de que se convirtieran en vendedores del mercado negro, hombres que cruzarías la calle para evitar, cuyas mofas intentaras conscientemente ignorar. Te sentirás estúpida acercándote a estos hombres, tu, que odiabas regatear el precio de las verduras en el mercado antes de la guerra. Suplicarás a esos hombres que acepten tus reliquias familiares, y cuando las arrojen al suelo y se burlen, llorarás y, al final, permitirás a uno tener relaciones sexuales contigo contra una pared, su abrigo hediendo a suciedad y a sudor, y su aliento, a arenques y vino barato, porque, después de todo, tiene razón cuando señala que el reloj de tu padre no es de oro, sino bañado en oro y por lo tanto no vale una barra de pan entera. Y no te quedarán joyas para hacer trueques y, mientras te preguntas de donde ha sacado los diamantes la otra familia que vive en tu habitación, verás a tu hija consumirse y morir de malnutrición. A veces comerás ratas. Soñaras con comerte a los muertos.
Beberás tu propia orina del cuenco de tus manos, a oscuras. Olerás a excrementos y los sentirás salpicándote en las piernas sin saber si son de tu vecino o tuyos, o tal vez proceden del único cubo que han facilitado los alemanes y que empezó a desbordarse dos días atrás. Sentirás que se te hincha la lengua de sed y que tu aliento se vuelve agrio y tu ropa, sucia, y tu cabello, apelmazado, y mientras esperas que la puerta del vagón de ganado se abra, y sabrás que tu posibilidad de causar una buena impresión, y por tanto tu única oportunidad de sobrevivir, se está reduciendo con el paso de cada pestilente momento.
Pero no se te dará esa oportunidad. No se te permitirá suplicar a tus verdugos. No se te permitirá visitar las letrinas, a pesar de que tu estomago arda por la disentería. No podrás asearte adecuadamente tras el viaje en tren. No se te permitirá la dignidad de conservar tu pelo, el pelo que has lavado, engominado, peinado, cortado, frotado y por el que te has preocupado los días que llovía o nevaba. Te lo raparán con una afeitadora de cuchillas melladas, así que mientras desfilas a la cámara de gas, te picará el cuero cabelludo y serás irreconocible para ti misma, tan extraña y fea como la gente que ves a tu alrededor, y estarás cerca de comprender porque los SS te ven tan horrible, tan prescindible e intercambiable como un palo de madera, y te sentirás avergonzada de ser tan horrible y desearas esconder la cabeza.
No sabrás cómo comportarte cuando de conduzcan desnuda a través de unas puertas con trozos de jabón y puñados de mentiras y golpes de sus porras si no te mueves lo bastante rápido hacia tu muerte; no importara si ríes o lloras o rezas o cantas o coges la mano de un extraño en busca de consuelo mientras observas, aterrorizada, las bocas de agua que hay sobre tu cabeza. No estarás preparada para el pánico arrollador ni los gritos ni los golpes de la gente empujándote hacia el suelo e intentando ponerse encima de ti en un esfuerzo instintivo por conseguir más aire, aunque en realidad eso significa respirar más gas. No sabrás cual quieres que sea tu último pensamiento, incapaz de fijar uno en tu cabeza, y al final no importara: serás uno más en la pirámide de cadáveres anónimos que retiraran de la cámara con palas, enmarañado tan estrechamente con extraños que tendrán que caminar entre vosotros para separaros a la fuerza.
Y entonces te quemarán Te quemarán: tú, tu cuerpo, tu propio amado y a veces enloquecedor cuerpo, con sus peculiaridades y marcas de nacimiento, su rodilla mala o su pulgar deforme, sus cicatrices, cada una con su propia historia; el cuerpo que tú y otros han cuidado durante fiebres y catarros; el cuerpo cuyos procesos digestivos han determinado el ritmo físico de tus días; el cuerpo que ha sido tu meta en la vida alimentar y vestir y proteger; el cuerpo que solo tu madre y tus amantes conocen mejor que tú. Quemarán tu cerebro y su magnífica red de neuronas, en el que están almacenados tus recuerdos y filosofías ganadas a pulso, libros que has leído y paisajes que has visto, las palabras de cariño que usabas para los otros y el concepto de ti misma como individuo, la inviolable esencia de ti misma tan profundamente personal que nunca podrá ser expresada. Te meterán en el horno y te quemaran y la única cosa que los distingue de los monstruos de los cuentos de los hermanos Grimm es que no te comerán después. En todos los demás aspectos, son monstruos, con caras de hombres de negocios y matones, monstruos literales y enfermos; bostezarán mientras tu subes por la chimenea".
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